En el Líbano no me consideraban suficientemente “libanés” porque era de origen armenio. Los armenios no me consideraban suficientemente “armenio” porque había nacido en el Líbano. Cuando me establecí en Europa, no me consideraban “europeo” porque no había nacido allí. Me costó años estar en paz conmigo mismo por lo que soy y aceptar ser el eterno “intruso”, hasta poder abrazar la riqueza de mi identidad multicultural.
Esta experiencia se reflejó también en mi relación con la música. En cada concierto, al interpretar obras de Bach o Mozart, o al improvisar en estilos tan diversos como el jazz, el gipsy, el flamenco o el tango, la sensación de ser un “intruso” se intensificaba. Cada nota resonaba con la nostalgia de un hogar que no existía, un lugar en el que no terminaba de encajar.
Sin embargo, esta condición de “intruso” me brindó la oportunidad de explorar y disfrutar de músicas y culturas fascinantes, ajenas a mi propia tradición. Mi intención no era adaptarme a estos estilos, sino aportar mi propia voz: la voz de mi violín y mi visión única de la música, sin pedir disculpas por ser diferente. En cada nota, en cada improvisación, buscaba transmitir la riqueza de mi experiencia multicultural, fusionando las tradiciones más diversas en un sonido único y personal.
Gracias a mi condición de “intruso”, he descubierto que el mundo entero es mi hogar. El arte, la música y la cultura me pertenecen, sin importar mi origen o mi lugar de nacimiento. Mi casa está en mi cuerpo y en mi alma, un espacio infinito donde la identidad se transforma y la música se convierte en un lenguaje universal.